El ciclo de la vida es curioso. Igualmente, resulta interesante cómo evocamos los recuerdos. Una canción que suena sin que la pongas. Una voz que escuchas sin necesidad de hablar. Un olor que te traslada a una cocina en la que ya no estás. Eso también es memoria. En muchas culturas, noviembre es el mes para honrarla; es el mes en el que se le otorga un lugar especial.
Pasan cosas en noviembre, como diría un amigo mío. Y es verdad: suceden numerosos eventos en diferentes partes del mundo. En algunas latitudes, el cielo se apaga antes y los árboles se desnudan; en otras, las flores estallan en colores vivos y la tierra renace.
Sin embargo, en casi todos los lugares, este mes actúa como un puente: un tiempo para mirar hacia atrás, incluso si es solo de reojo, para nombrar lo que se ha perdido y para abrazar lo que no se ve. No es coincidencia que tantas culturas elijan este momento del año para recordar tanto a aquellos que han partido como a quienes, de alguna manera, ya no están.
No todo duelo es por la pérdida de un ser querido: a veces, se llora la ausencia de un lugar, la pérdida de una versión de uno mismo o el fin de una amistad. Y eso también merece tiempo para la sanación.

Si nunca has visto un altar de Día de los Muertos, prepárate. No es triste ni gris. Son flores naranjas que parecen fuego, papel picado que baila con el viento, pan, tamales y calaveras de azúcar. Es la vida celebrando a la muerte sin temor.
En México, la gente prepara altares para invitar a sus muertos a volver: les ofrecen su comida favorita, les colocan una foto y objetos significativos, les prenden una vela y les reservan un lugar en la mesa. Durante dos noches se cree que regresan, y se les espera como a un viejo amigo.
¿Sabes qué tiene de poderoso esto? Que nos recuerda que el amor no se corta con una línea: se transforma, y en el resto del mundo también se celebra de distintas formas.
Cada cultura tiene su manera de decir “aquí sigues”. Algunas son grandiosas y otras silenciosas, pero todas hablan el idioma de la memoria.
El mensaje es el mismo, aunque la forma varíe: recordar es mantener el fuego encendido.

Pero… ¿y si el duelo no fuera un problema a resolver? Nos han enseñado a superar, a cerrar rápido, a seguir adelante. Sin embargo, ¿qué pasa si no quieres correr? ¿Y si lo que necesitas es sentarte y permitirte sentir el dolor un rato?
El duelo no se limita a la muerte: también es por esa amiga que ya no está, por ese país que dejaste o por el “yo” de hace tres años. Y no, no está mal que duela; lo que duele es prueba de que algo tuvo significado. Eso, a su manera, se honra.
Entonces, ¿cómo se recuerda? ¿Cómo se recuerda? De la forma que puedas. No necesitas rituales perfectos ni reglas fijas; a veces basta con una pausa, con atención y con ganas de conectar con lo invisible. Aquí van algunas ideas:

Recordar no es vivir anclado al pasado, sino dar raíz a lo nuevo. Es ver con otros ojos lo que fuiste, lo que perdiste y lo que te transformó. La memoria puede ser semilla, fuego y camino.
Y este noviembre, tal vez puedas inventar tu propio ritual, uno que no esté en ningún libro, que solo tú sepas hacer, porque nadie más tiene tu historia ni puede recordarla como tú.
Se presenta como nómada, con diez años de experiencia explorando comunidades donde el desarrollo personal, comunitario, ecológico y artístico son los ejes principales. Ha trabajado en países como España, Rumania, Italia y Alemania y actualmente vive y viaja en su furgoneta “Samsara” co-diseñando proyectos regenerativos y residencias artísticas para zonas rurales, organizaciones y ecoaldeas. Todo lo que hace está ligado a su propósito: “conectar a la gente consigo misma, con las demás y con la naturaleza a través de la experiencia de comunidad”.